sábado, 9 de enero de 2010

Songwriter (1)

Como cada viernes, me lancé a buscar algún local con algún concierto. Un concierto de esos en los que toca cualquier guitarrista amateur, y que sueña con, algún día, tocar ante un público mayor que los de aquellas salas. Con vender discos, con algún día ver su nombre en las listas de los más vendidos. Realmente yo ya creía haberlo visto todo, ninguno era distinto del anterior, todos pretendían lo mismo, todos querían conseguirlo demasiado deprisa. En raras ocasiones había visto tocar dos veces al mismo, no porque no me gustaran, si no porque desistían enseguida al no ver el éxito abalanzarse sobre ellos. Me entristecía porque eso no era amar la música, aquello tenía un objetivo más ambicioso que el de crear melodías con los dedos, o el de cantar poesía.

Yo, ilusa de la vida (nací así y me temo que así moriré, soñando con un mañana mejor), nunca dejé mi costumbre de, cada viernes, adentrarme en aquella calle donde cada 3 metros había un garito del cual surgía música de su interior. Me dejaba guiar por el azar, y cada semana me adentraba en uno. Si el artistilla en cuestión era bueno, incluso llamaba a algún amigo, y si era muy bueno, me quedaba allí sola, para no estropear la música con conversaciones tan triviales a las que últimamente estaba tan acostumbrada. El procedimiento era el mismo si el chaval (hablo en masculino porque las féminas no prodigaban aquellos locales, ¿sería yo la única chica a la que le gustaba llevar la guitarra debajo del brazo?) no era un genio, la música nunca es mala, la música siempre es música, y la música nunca se rechaza. También me entristecía (sí, me entristezco con demasiada facilidad) ver a la gente levantándose del local, y ver la amargura reflejada en los ojos del cantautor de turno, que sólo quería enseñarnos la canción que había compuesto un domingo de resaca. Cuando eso ocurría, normalmente el chico me miraba a mí, y yo le dedicaba una cálida sonrisa, y con la mirada le instaba a continuar, para que supiera, que yo sí le escuchaba, y que no me iba a ir. Me hubiera gustado tener a alguien que me mirara así cuando tocaba la guitarra.

Aquella noche, era una noche muy, muy fría. La más fría en años, yo al menos no recordaba una así. Había oído en clase que el hombre del tiempo había dicho que no tardaría en nevar, y yo me preguntaba que cómo narices no había nevado ya, si aquello parecía el polo norte. Me iba escurriendo por la calle, las aceras estaban heladas (o mis zapatillas demasiado gastadas). De nuevo estaba en el principio de aquella calle, con todos aquellos locales albergando nuevas promesas de la canción, que nunca llegarían a nada. Era triste? Puede ser. Por qué iba allí, con esa asiduidad? Quizá allí, sentados en esas sillas de aquellos escenarios, con la guitarra en ristre, y en su mirada llena de ilusión, encontrara la esperanza que yo había perdido hace mucho tiempo. Avancé sin muchas ganas, últimamente no tenía ganas de nada. ¿No os ha pasado nunca? Sentir que las hojas del calendario van cayendo, sentir que las estaciones se suceden sin contemplación alguna, pero que tú te vas quedando estancado. Así me sentía yo, a la par que descorazonada por no haber alcanzado todas esas ilusiones con las que tanto soñaba cuando, aún sin querer reconocerlo yo, era una simple niña.

Pasé por delante de las puertas entreabiertas de varios locales, no escuché nada destacable ni encontré ningún cartel que me llamara excesivamente la atención. Quizá esa no fuera mi noche. Llegué al final de la calle sin ningún resultado resaltable, esperé a que el semáforo cambiara, y crucé de acera. A ver si tenía más suerte. Seguí pasando por delante de varias puertas y mi desazón iba aumentando progresivamente. Pero qué cojones era esto? Mi estado anímico no era el propicio para irme a dormir temprano, no era el propicio para tumbarme en la cama a escuchar la radio. Y allí estaba, parada frente al cartel que había pegado en la puerta del último local de aquella calle. Se trataba de un cantautor que al parecer ya se había movido bastante por algunos locales y tenía una cierta fama entre el mundillo aquél. Yo conocía aquél mundillo bastante bien (al menos de eso sí estaba bastante orgullosa), pero no había oído nunca hablar de él. Hacía demasiado frío y desistí de la idea de volver a recorrerme la calle en busca de una mejor opción, así que movida por los 3ºC de aquella noche de Diciembre, y, por qué no decirlo, la curiosidad, pasé a ver qué ofrecía aquél chico de expresión tímida de aquél cartel.

Fuí bajando las escaleras con cuidado, estaba oscuro y no conocía bien aquél lugar, sólo había estado un par de veces antes. Poco a poco, según avanzaba, iba oyendo una voz suave, profunda, clara, de un chico de alrededor de 24 años, que una vez crucé la puerta, pude observar que tocaba una guitarra acústica negra. Busqué una mes para sentarme y ver cómo aquél chico, que a pesar de parecer de tener soltura y desenvolverse bastante bien, acabaría -supuse- rendido como tantos otros, y dejando la guitarra cogiendo polvo en algún rincón... como hice yo.

Me acomodé en una mesa que estaba bastante arrinconada, pero que ofrecía una buena vista del escenario, y me permitía el contacto visual directo con aquél chaval. Cantaba bien, jodidamente bien, y la guitarra emitía un sonido tan agradable como no había oído en muchísimo tiempo. Sus letras eran de esas que llegan al alma, de esas que te sacuden por dentro sin que te des cuenta, de esas que te hacen que se te salten las lágrimas sin que tú lo notes, y que al notarlo ni te avergüences, porque es algo que en ese momento te parece natural. Y entonces se crea una conexión entre tú y el que toca la canción, una conexión que sólo vosotros dos sabéis, y que sólo alguien que sabe vivir la música puede entender. Eso me pasó a mí, que llevaba demasiado tiempo escondida tras un disfraz de piedra. Aquellos acordes provocaron que mi corazón latiera más deprisa, que mis ojos se humedecieran, y que, de repente, recordara lo que era estar viva. De pronto entendí que sentir tristeza no era malo, de pronto supe que lo bueno se acaba, pero lo malo también, también comprendí, sin querer, que nunca había estado sola. Y que mientras haya una guitarra que suene, nunca lo volvería a estar. Acabó aquella canción, y el chico hizo el ademán de levantarse de la silla. Supuse que era la última canción, y que aquél chico no era más que el que entretenía al público hasta el que el artista principal llegara.

Un hombre surgió de las sombras del backstage y susurró algo al oído de aquél chaval de pelo alborotado. Imaginé que el que tocaba después llegaría tarde, y le estaba pidiendo que tocara otra canción o dos. Sin saber muy bien por qué, me alegré muchísimo, y apoyando mis codos en la mesa, y a su vez la cara entre mis manos, me limité a disfrutar de la música que aquél chico desconocido me estaba regalando. La siguiente canción trataba de la historia de una chica que quería vivir la vida ella sola sin preocuparse de nada más, pero que por dentro estaba rota porque no tenía a quien abrazar por las noches. Algo se enredó en mis tripas, un nudo se fue formando en mi garganta. Aquél desconocido había clavado sus ojos tristes en los míos. Parecía como si sólo estuviera cantando para mí. Parecía como si estuviera susurrando aquella letra en mis oídos. No le había visto en mi vida pero tenía la sensación de que éramos casi la misma persona. Me incomodé (soy así de imbécil) y aparté la vista. Me centré en mirar el café, ya frío, que me estaba tomando, y seguí, ausente, como iba sonando aquella canción. A pesar de eso, sentía sus ojos clavados en mí, sentía su mirada recorriéndome, estudiándome detenidamente. Estaba a punto de irme, cuando aquella canción recitó "...el miedo a encontrar lo que buscas...", y de nuevo sentí que me lo estaba diciendo a mí, y una fuerza inexplicable me ató a aquella silla.

...

No hay comentarios: